Mis ojos escuchan

Por: José Álvarez Alonso

“Ñahuími uyárin”, “mis ojos escuchan”, le dijo un anciano a Efraín Samochuallpa, profesional de una conocida ONG que acababa de explicar a una nutrida asamblea de comuneros quechua hablantes las bondades de su proyecto de desarrollo. El anciano había visto a lo largo de su vida muchas promesas incumplidas y quería, literalmente ‘ver para creer’. La anécdota ocurrió en la comunidad de Cancha Cancha, en el Valle Sagrado, cerca de Calca (Cusco). Efraín me contó que había tomado buena nota de la escéptica acotación del sabio campesino, y desde entonces siempre iba a las comunidades con pruebas documentales de que sus ofertas y promesas sí se cumplían.

Aunque con otras expresiones, he escuchado similares invectivas una y otra vez en comunidades amazónicas, cuando se les habla de algún proyecto o programa nuevo. Han visto demasiados fracasos y demasiadas ofertas incumplidas. Y no estoy hablando de las promesas políticas, que todo el mundo da por hecho que no significan nada de nada. Hablo de proyectos, actividades y programas de desarrollo concretos, sea impulsados por diversas agencias estatales, por oenegés, o por empresas. En el Ande todavía se escucha de proyectos que han generado mejores alternativas económicas para algunas comunidades locales, con nuevas técnicas agrícolas, sistemas de riego, crianza de animales mejorados, piscicultura de truchas, asociatividad para el mercadeo, y otras. ¿Pero en la selva? La Amazonía peruana es un cementerio de proyectos, afirman muchos expertos, incluyendo el antropólogo Jorge Gasché en su imperdible libro “La sociedad bosquesina”.

Yo puedo también corroborar esa afirmación luego de más de 20 años visitando comunidades y escuchando historias. En cierta ocasión, en una de las muchas sesiones de la Mesa 4 del Grupo Nacional de diálogo entre el Gobierno y las organizaciones indígenas luego de los hechos de Bagua, que justamente trataba de temas de desarrollo indígena, sugerí a los presentes (entre ellos, una treintena de dirigentes indígenas provenientes de toda la Amazonía peruana) que levantasen la mano si conocían de algún proyecto de desarrollo exitoso en la selva. Ninguna mano se levantó. Cuando pregunté si sabían de algún proyecto fracasado, todos levantaron una y hasta dos manos.

Las causas de estos fracasos, analizadas al detalle en el libro de Gasché, incluyen (entre otras) el desconocimiento de la realidad sociocultural de las comunidades amazónicas, y de la realidad ecológica de la Amazonía, así como la replicación acrítica de modelos trasplantados de otras realidades, de la Costa y del Ande. A ello se añade la falta del componente de mercadeo y, por supuesto, el etnocentrismo o “etnosuficiencia” de los promotores, que llegan con su cartoncito bajo el brazo creyendo que lo saben todo. Lo increíble es que después de tres o cuatro décadas de fracasos se siga metiendo la pata en los mismos huecos, derrochando recursos públicos y privados, monetarios y humanos, naturales y manufacturados, y defraudando las esperanzas e ilusiones de la gente amazónica.

Por poner un ejemplo: muy pocos cultivos y crianzas de otras latitudes se adaptan a los rigores del clima, las plagas y a la pobreza de los suelos amazónicos, y los que lo hacen tienen una muy baja productividad y no pueden competir en mercados globalizados por un tema de conectividad y costos. Sobre los cultivos o crianzas con especies nativas, es mucho todavía lo que falta por investigar y desarrollar, y a las cadenas productivas les falta llenar más de un eslabón. Pese a eso, se sigue insistiendo en promoverlos en la selva, con las consecuencias que todos conocemos.

Pongamos como ejemplo el sacha inchi, un cultivo ciertamente promisorio por sus cualidades nutritivas y nutracéuticas (especialmente su contenido en omegas 3, 6 y 9). Se trata sin embargo de no una, sino cinco especies, cada una con variedades regionales, que tienen contenidos diferentes de omegas y otros nutrientes. Todavía no sabemos cuál es mejor cultivar en cada zona. Además, no se dispone todavía del paquete tecnológico para cultivo, que permita mejorar su producción y controlar la plaga del nemátode (Meloidogyne sp.) que genera cicatrices en las raicillas tiernas y facilita el ataque de hongos, que terminan por matar a la planta. El IIAP Tarapoto está generando plantas injertadas que combinan características del patrón (vigor y resistencia) y productividad del injerto o yema. Y, finalmente, todavía no se ha desarrollado adecuadamente los mercados, tanto nacionales como internacionales, para absorber la producción.

En estas circunstancias, eran previsibles las consecuencias de promover masivamente el cultivo del sacha inchi. En similar situación se encuentran otros cultivos promisorios, que se siguen promoviendo con resultados en el mejor de los casos irrisorios. Ejemplos abundan tanto en programas de sustitución de cultivos de coca, como en los programas de crédito de gobiernos regionales. El caso del camu camu, donde sí se dispone de un buen paquete tecnológico, lo que falló es el mercado, como muchos saben.

Si se hubiese invertido (siquiera una fracción de lo que se ha invertido en promoción) en investigación básica y aplicada, y desarrollo de mercados, hoy tendríamos quizás paquetes tecnológicos validados y mercados asegurados para media docena de especies amazónicas, y las comunidades locales se embarcarían con entusiasmo en programas de cultivo y transformación. Y si se tuviese módulos o parcelas demostrativas con análisis de productividad, costos y beneficios para mostrar a los bosquesinos las ventajas de cada cultivo o crianza, tal como tiene el IIAP en acuicultura, no diría la gente: ‘mis ojos escuchan’, quiero ver antes de arriesgarme a otra aventura…

El Ministerio del Ambiente está impulsando el desarrollo de una incubadora de bionegocios con énfasis en productos del bosque en pie, para justamente llenar estos vacíos; esperemos que pronto tengamos buenas noticias para los bosquesinos y para la Amazonía.