EL ORERO

Por: José Álvarez Alonso

Creo recordar que era en el año 91 o 92. Estábamos surcando el río Pucacuro para realizar una evaluación preliminar de la flora y la fauna, con el fin de sustentar la propuesta de creación de una reserva (finalmente declarada reserva nacional). El pedido para apoyar la creación de una reserva me lo hicieron las comunidades Kichwa-Alama del Tigre que usan esa cuenca como territorio de caza y pesca desde tiempos inmemoriales, hartos de que madereros, cazadores y pescadores comerciales saqueasen impunemente sus bosques y cochas. Enrique Maynas, ‘Majo’, indígena Xibiar (Achuar del Corrientes) era nuestro guía. Conocía la zona porque había trabajado allí durante la ‘madereada’ de los años 70, para abastecer la demanda de la compañía petrolera que buscaba maderas rojas para sus campamentos y plataformas de exploración petrolera.

En el alto Pucacuro -cuenca deshabitada a no ser por algunos grupos de indígenas en aislamiento voluntario dispersos en la frontera con Ecuador- por primera vez conocí en su medio natural animales extirpados de zonas más accesibles, como el maquisapa cenizo (Ateles belzebuth), el paujil de vientre blanco (Mitu salvini), la sachavaca (Tapirus terrestris), la charapa (Podocnemis expansa), el lagarto negro (Melanosuchus niger) y el lobo de río (Pteronura brasiliensis). En mi memoria están frescas aún las escenas de los primeros encuentros con estos cada vez más raros animales.

En nuestro viaje no encontramos ningún indicio de ser humano, salvo algunos campamentos abandonados de mitayeros. Los gritos de las aves, monos, anfibios e insectos dominaban el ambiente por donde íbamos, como en cualquier bosque amazónico. Para mí, que era nuevo en esos tiempos en la identificación de los cantos de las aves, casi todo me resultaba nuevo, pero no para Majo, que sabía distinguir a la perfección la mayoría de los signos animales, incluyendo huellas, heces, huayos mordidos o gritos. Sin embargo, siempre se escuchaban en la selva sonidos extraños, que ni un oído experto como el de Majo podía identificar.

Nos habían informado que un buscador de oro (u ‘orero’, como los llamaban allá) había surcado río arriba con un guía de Intuto para explorar una quebrada donde -según noticias- abundaba el vil metal. Se hablaba que varios mitayeros habían encontrado grandes pepitas de oro en el ‘ruro’ de algunos pajiles, y sospechaban que debería haber un filón muy rico en las cabeceras.

Ya en el alto Pucacuro, cualquier sonido extraño que escuchábamos (como un tamborileo del Chullachaqui en una aleta de árbol), Majo dijo que debía ser el orero. Escuchamos otros sonidos extraños en distintos lugares y momentos, y ante la mirada inquisitiva o la pregunta dirigida a Majo, siempre concluía encogiendo los hombros y diciendo: «el orero». Lo mismo ocurría con cualquier rastro que encontrábamos en la orilla del río o en el monte: «debe ser del orero», decía. Ese fantasma, que nunca llegamos a encontrar (ni rastro de su bote u operaciones por ningún sitio) se constituyó así en nuestra misteriosa compañía durante todo el viaje.

Sea lo que sea, parece que el orero nunca llegó a encontrar la mina de pepitas como huairuros con la que soñaban, y felizmente dejó al Pucacuro tranquilo de bateas, dragas y mercurio. El Pucacuro fue declarado Zona Reservada en el 2005, y Reserva Nacional en el 2010, así que esta increíble cuenca está protegida para siempre, al menos de esa lacra que es la minería aurífera aluvial, que tanto daño está provocando en otros lugares, especialmente en Madre de Dios.

También han dejado de ingresar los cazadores comerciales y pescadores, así como madereros que habían saqueado la cuenca por décadas, de modo que la fauna terrestre y acuática se han recuperado de forma significativa, para felicidad de los cazadores Kichwa – Alama. Esta recuperación se debe en buena medida al compromiso y trabajo de vigilancia de las comunidades indígenas cercanas a la desembocadura del Pucacuro en el Tigre -especialmente ’28 de Julio’, que constituyeron hace años el Consejo Comunal del Pucacuro para proteger la cuenca de los infractores. La Reserva Nacional de Pucacuro forma parte del importante Corredor Biológico Nanay-Pucacuro, que ostenta récords de biodiversidad en varios grupos de animales y plantas.

El oro se ha convertido en la maldición bíblica del Siglo XXI para la selva. Ninguna otra actividad, salvo quizás la petrolera mal manejada (como ha ocurrido en el Tigre y Corrientes años atrás) tiene un impacto tan profundo y persistente en los ecosistemas y la biodiversidad. Las 30 000 hectáreas destruidas en Madre de Dios por los mineros informales probablemente no se recuperen nunca, tal es el nivel de degradación que produce la minería aurífera al remover con bombas de agua y maquinaria pesada los frágiles suelos amazónicos.

Sin embargo, la destrucción del bosque no es el peor impacto de la minería aurífera, si bien el más visible: el mercurio usado para amalgamar el oro y los metales pesados removidos del suelo contaminan la cadena trófica mucho más allá del área de intervención inmediata de los mineros. Se ha encontrado altos niveles de mercurio en cuencas donde no hay minería, tanto en peces como en sus depredadores, incluidos los seres humanos, e incluso aves rapaces terrestres, que no se alimentan de peces, lo que indica que el impacto de la minería llega más allá de los ríos.

El mercurio orgánico, o metil mercurio, se elimina muy difícilmente del organismo (apenas un 3 % al año), y si la fuente de contaminación permanece, se incrementa progresivamente. Esto se debe a su capacidad de bioacumulación (el incremento de concentración en un organismo, debido a que se absorbe a una tasa más rápida que se elimina) y biomagnificación (cualidad por la que se presenta en más altas concentraciones según se sube en la cadena trófica). El hombre está en la cúspide de cadena trófica, al consumir animales que a su vez acumulan mercurio y otros metales pesados. Particularmente peligrosos son los peces amazónicos predadores (como los grandes bagres, la chambira o el fasaco) que contienen metales pesados en proporción varias veces superior a los peces frugívoros o los filtradores (tipo palometa, sábalo o boquichico).

A fines de año se espera que el Perú y otros 140 países ratifiquen el Convenio de Minamata, que regulará de forma estricta el uso del mercurio, con lo que disminuirán las tasas de enfermedades como el autismo y los graves problemas al ambiente causados por este letal veneno.