EL JARDÍN DEL CURANDERO

Por: José Álvarez Alonso

Don Elías Hualinga, Cucharita para los amigos, era -y sigue siendo- el curandero más respetado de Intuto, en el alto Tigre. Alternaba sus jornadas de pesca en las cochas cercanas con expediciones al monte en busca de las plantas medicinales que constituían la base de sus tratamientos. Un día me sorprendió cuando se apareció en mi casa, que estaba en un extremo del pueblo, a pedirme que le cediese algunas flores y hojas de toé (floripondio) de la planta que crecía en un costado de mi huerta.

Me intrigó que quisiese usar justo esas flores cuando yo sabía que también tenía una planta de toé en el jardín delante de su casa, en medio del pueblo.

«El toé que crece en mi huerta lo ve demasiada gente, no tiene la fuerza de este otro, aquí casi no lo ve nadie», me dijo.

«¿Entonces la gente puede afectar la capacidad de las plantas de curar?» Le pregunté incrédulo.

«Claro, pe, huauqui. Hay gentes que le pasan su mal aire a las plantas que quedan por donde ellos caminan a menudo, y no crecen ni curan conforme. Por eso las plantas medicinales más efectivas son las que crecen en el monte, donde además está su madre que las cuida. Las cultivadas no tienen el mismo efecto, peor si es en medio del pueblo. Claro que hay algunas que sólo crecen en huertas y chacras, como el toé o la chancapiedra, ahí no nos queda otra que buscar las que crezcan en una zona apartada donde solo las vea una persona, y mejor si es buena como tú…», acabó lisonjero Papi Cucharita.

Me hizo sonreír mi buen amigo, pero me dejó tan intrigado que comencé a investigar un poco sobre el asunto. Luego de leer algunas cosas, entre ellas el conocido libro «La vida secreta de las plantas», y algunos artículos científicos, me convencí de su gran sabiduría.

Efectivamente, desde hace mucho se dice que las plantas crecen mejor cuando se las trata bien y se las habla, o cuando se les pone música suave. Aunque hay mucho escepticismo respecto a esto, estudios científicos recientes parecen demostrar que las plantas son mucho más sofisticadas de lo que inicialmente admitía la ciencia: son seres sociales capaces de reconocerse entre sí y modificar su comportamiento según la especie con la que interactúan. Experimentos científicos han demostrado, por ejemplo, que ciertas plantas echan más raíces cuando están cerca de congéneres que rodeadas de individuos de otras especies.

Aún más: las plantas pueden comunicarse a la distancia, usando -aparentemente- mensajes químicos. Científicos de las universidades de California y Kyoto descubrieron que las plantas usan feromonas para enviar señales de alerta a otras plantas de la misma especie cuando sufren ataques de insectos, y que incluso se «informan» sobre la presencia de insectos polinizadores. Estos mensajes a distancia permiten a las plantas reforzar sus defensas químicas y defenderse mejor de sus enemigos herbívoros.

La verdad es que los resultados de estos experimentos no me sorprenden. Si el buen trato o carácter afectan tanto a las personas, y a sus animales domésticos, no veo por qué no pueden afectar a las plantas. El buen sabor y los valores nutritivos de las plantas cultivadas de forma orgánica y en ambientes naturales, y de los animales criados en contacto con la naturaleza y disfrutando de condiciones de libertad, no tienen nada que ver con el de las variedades ‘mejoradas’ cultivadas con agroquímicos y animales criados de forma ‘inhumana’, apiñados en granjas y atiborrados con alimentos balanceados y medicamentos. ¿O alguien prefiere el sabor de un pollo de granja al de una gallina regional?

Esta característica de los animales y las plantas resulta sin duda en una oportunidad para países como el Perú y para regiones como la Amazonía, porque los consumidores -especialmente de los países desarrollados- buscan cada vez más productos alimenticios y medicinales naturales, criados o manejados en su ambiente natural o de forma orgánica, sin pesticidas ni fertilizantes, y lejos de las fuentes de contaminación urbanas e industriales.

Estas tendencias mundiales también afectan a los OVM (organismos vivos modificados, o transgénicos), que son rechazados por cada vez más consumidores informados. Hace unos días fue aprobado el Reglamento de la Ley de Moratoria de OVM, que por cierto no tiene que ver nada con importación de productos transgénicos para alimentación o fines farmacéuticos, sino que prohíbe por 10 años liberar al ambiente organismos genéticamente modificados.

El objetivo es proteger nuestra biodiversidad, ya que los OVM podrían contaminar especies nativas cultivadas, o sus parientes silvestres, como se sabe ha ocurrido en otros países. No sólo podríamos perder variedades cultivadas desde tiempos inmemoriales, sino la posibilidad de que sean comercializadas en mercados verdes u orgánicos. La moratoria constituye una oportunidad para desarrollar una biotecnología acorde con nuestra realidad, potencialidades y necesidades.

Por poner un ejemplo: nunca podríamos competir con grandes productores de granos como Canadá, EE.UU. o Argentina, y tampoco nos interesa, porque con nuestra accidentada geografía y variada climatología no tenemos grandes extensiones para agricultura mecanizada. Sí podemos competir, sin embargo, con granos andinos orgánicos cuyos valores nutritivos son excepcionales, lo que hace que se vendan a precios muy superiores a los de los cereales comunes. Y con biotecnología podremos mejorar su productividad.